Minutos antes de las dos de la tarde del 25 de julio de 1984, la banda terrorista ETA asesinaba en Lequeitio (Vizcaya) de un tiro en la nuca al policía municipal JUAN RODRÍGUEZ ROSALES.
El atentado se produjo cuando Juan Rodríguez se dirigía a pie desde su domicilio, situado a escasos metros del Ayuntamiento, hasta el cuartel de la Policía Municipal para cubrir su servicio de vigilancia en la Casa Consistorial. El agente vestía de uniforme –pantalón azul marino y camisa azul clara-, pero iba desarmado. Dos etarras, un hombre y una mujer, le esperaban a escasos metros del Ayuntamiento, donde se encontraba el puesto de la Policía Municipal. Uno de ellos se le acercó por la espalda y realizó un solo disparo en la nuca, con salida por la frente, que le provocó la muerte en el acto. Los pistoleros de la banda llevaban un rato esperando su llegada al Ayuntamiento, ya que el relevo de la guardia se producía exactamente a las 14:00 horas. En el lugar donde fue asesinado se recogió un casquillo de bala del calibre 9 milímetros parabellum, marca FN.
En el interior del Ayuntamiento se encontraban, en esos momentos, los dos funcionarios que debían ser relevados en su turno. Oyeron la detonación, pero pensaron que era un petardo, hasta que dos jóvenes les avisaron de que su compañero se encontraba sangrando en el suelo. "No creo que estuviera amenazado", declaró un compañero de Juan, que añadió que "era una persona sencilla, como nosotros, que chiquiteaba y no guardaba ningún tipo de precaución".
La primera señal de protesta por el atentado la protagonizó la banda municipal de Lequeitio, que solía actuar los días festivos en la plaza del pueblo, y suspendió inmediatamente su sesión musical.
Una de sus hijas, María, recordó el asesinato de su padre en Olvidados, el libro de Iñaki Arteta y Alfonso Galletero (Adhara, 2006):
"Han pasado muchos años, pero cada vez que oigo que, desde el Parlamento Vasco o desde otras instancias, se piden medidas de humanización para los presos etarras me entra una rabia y una angustia que me parece que voy a reventar. Porque ellos están en la cárcel pero están vivos, pueden ver a sus hijos, pueden ver a sus mujeres... pero yo, desde aquel fatídico 25 de julio a las 14:00 del año 1984 no he podido ver a mi padre, no he podido recibir un beso de mi padre, no he podido hablar con mi padre, no he podido estar nunca más con él. Mi padre nació en un pueblo de la provincia de Jaén, Valdepeñas de Jaén, pero se trasladó al País Vasco en lo que hoy conocemos como años de la emigración. Buscaba, como todos, un trabajo mejor y una vida mejor de la que tenía aquí, en Andalucía. En Lequeitio, que fue donde recaló, trabajó en todo aquello que pudo, en un taller mecánico, luego en la construcción y, por último, optó por ser policía municipal del pueblo. A petición del Ayuntamiento tenía que combinar su trabajo con el de conductor de la ambulancia del pueblo. Cerca de donde vivíamos, un poco por debajo, estaba el cuartel de la Guardia Civil. Mi padre tenía buena relación con ellos. Hay que tener en cuenta que muchos de ellos eran andaluces y a mi padre siempre le gustó darles un poco de apoyo, que no se sintieran tan solos. A través de mi padre fui conociéndolos yo también y terminé enamorándome de uno de ellos, el que hoy es mi marido. Y fue a partir de ese momento, del momento en que empiezo a salir con un guardia civil, cuando comienzo a sentir que se producen cambios a mi alrededor. No entre mis buenas amigas, pero sí entre otras menos cercanas, que habían sido compañeras mías durante el instituto. Empezó a haber gente que me retiró el saludo. El día que mataron a mi padre yo estaba en mi casa de Vitoria. (...) Eran las 14:00 o así. Siempre he sospechado, y no hay quien me convenza de lo contrario, que lo tenían fichado, que hubo un chivatazo de alguien que lo conocía, porque aquel día mi padre había cambiado de turno con un compañero. Sólo los muy cercanos sabían ese detalle y los etarras que lo mataron lo conocían. A la salida de casa, -nosotros vivíamos cerca de donde se encontraba el cuartelillo de la Policía Municipal-, por la acera por la que mi padre bajaba, lo estaba esperando José Félix Zabarte y en el extremo de la acera, junto al bordillo y haciendo como que se ataba unas zapatillas, Carmen Guisasola. Mi padre pasó por la acera por entre los dos y, al pasar, Carmen Guisasola se levantó, sacó una pistola y le disparó un tiro en la nuca. Mi madre, desde su casa, sintió el disparo. (...) Mi madre se marchó de allí porque era incapaz de pasar cada día por el lugar en el que mi padre había caído muerto. No podía superarlo. Lo que yo quiero es que se haga justicia, que los terroristas paguen sus penas, que no se les perdone un minuto de cárcel, que no se olvide a nuestros muertos y que se reconozca el sufrimiento y el sacrificio de las víctimas. Eso es lo que yo quiero".
En 1986 la Audiencia Nacional condenó a José Félix Zabarte Jainaga, miembro del grupo Vizcaya de ETA, a 29 años de cárcel. En 2002 fue condenada a la misma pena María del Carmen Guisasola Solozábal.
Juan Rodríguez Rosales, de 48 años, era natural de la localidad andaluza de Valdepeñas de Jaén (Jaén), estaba casado y tenía tres hijas. Pertenecía al cuerpo de la Policía Municipal desde el año 1969 y, anteriormente, había trabajado en un garaje y en una serrería. El gobernador civil de Jaén telefoneó tras el atentado a la familia de la víctima para interesarse personalmente y manifestarles su pésame por la pérdida. Numerosos vecinos acudieron esa misma tarde al domicilio de la víctima, donde se instaló la capilla ardiente, para manifestar su más enérgica repulsa. Un familiar del policía municipal señaló que se trataba de una persona muy querida en el pueblo. "Fíjese hasta qué punto, que nosotros queremos llevarle a Jaén para enterrarlo allí y los de Lequeitio quieren que se hagan aquí todos los oficios religiosos", dijo.
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Es fundamental recordar y honrar a todas las personas que perdieron la vida o resultaron afectadas por los actos violentos perpetrados por ETA. Cada una de estas víctimas merece nuestro respeto y solidaridad.