Pasadas las tres de la tarde del 26 de marzo de 1982, dos terroristas muy jóvenes, pertenecientes a los Comandos Autónomos Anticapitalistas, rama escindida de ETA, asesinaban a tiros en San Sebastián al delegado provincial de la Compañía Telefónica Nacional de España, ENRIQUE CUESTA JIMÉNEZ, y herían gravemente al policía nacional Antonio Gómez García, que prestaba protección al primero. Antonio moriría cinco días más tarde, el 31 de marzo.
Enrique Cuesta había sucedido en el cargo a Juan Manuel García Cordero, que fue secuestrado y asesinado de un tiro en la nuca en el monte Ulía el 23 de octubre de 1980, también por los Comandos Autónomos. Juan Manuel fue previamente "interrogado", pues los terroristas le acusaban de ser el responsable de las escuchas telefónicas en colaboración con la Policía. Además, también habían asesinado a Juan Carlos Fenández Aspiazu, otro directivo de la empresa responsable de publicidad de las páginas amarillas de la guía telefónica, el 29 de octubre de 1980, seis días después.
Ese era el motivo por el que Enrique llevaba protección. Normalmente esta protección era de dos agentes, pero en el breve trayecto del trabajo a su domicilio a veces sólo le acompañaba uno.
Los dos individuos que efectuaron los disparos aguardaban apostados junto a la esquina de la sucursal de la Caja de Ahorros Provincial, situada en la avenida Sancho el Sabio, en el barrio donostiarra de Amara. Enrique Cuesta abandonaba todos los días a las tres de la tarde la delegación de Telefónica en la calle Sagrada Familia, a escasa distancia del lugar de los hechos, y se dirigía caminando hasta su domicilio, en el número seis de la avenida citada.
Testigos presenciales manifestaron que los dos terroristas abordaron de frente al delegado de la Telefónica y a su escolta, y comenzaron a disparar sus pistolas sin mediar palabra. Dispararon primero contra el escolta: un proyectil alcanzó en el hemitórax derecho al policía Antonio Gómez García, le perforó el pulmón y salió por el occipital, arrastrando parte de la masa encefálica. A continuación, otra bala, disparada a quemarropa, destrozó el corazón de Enrique Cuesta.
Ambas víctimas cayeron al suelo fulminadas, mientras los dos terroristas cruzaban la avenida de Sancho el Sabio corriendo, acompañados de un tercer individuo, que había cubierto su retirada. Una vez recorrida la calle Luca de Tena, se dieron a la fuga en un vehículo robado, que les aguardaba en el Paseo de Vizcaya. El automóvil empleado por los terroristas en su huida, un Seat 850 de color blanco matriculado en Zamora y robado poco antes de consumarse el atentado, fue hallado por la policía junto a la estación de Renfe, a unos 1.500 metros del lugar de los hechos. Enrique Cuesta fue trasladado a la residencia de la Seguridad Social donde ingresó cadáver. El policía nacional Antonio Gómez fue atendido en el Hospital de la Cruz Roja.
La Policía recogió casquillos de bala de calibre nueve milímetros tipo parabellum, marca STE. En la fachada de vidrio de la sucursal de la Caja de Ahorros provincial, junto a la que se perpetró el atentado, podían apreciarse dos orificios de bala.
El atentado fue cometido en presencia de gran número de personas, entre ellos muchos niños que esperaban el paso de autobuses escolares cuyas paradas habituales se encontraban cerca del lugar. La hija menor de Enrique Cuesta, Irene, de 14 años, solía esperar cada día a su padre cerca de ese lugar, antes de tomar el autobús que la trasladaba al colegio. Así lo contó en Olvidados, de Iñaki Arteta y Alfonso Galletero:
"Eran las tres de la tarde y esperaba, como todos los días a esa misma hora, cruzarme con mi padre. Él volvía del trabajo a casa después de su jornada laboral, iba a comer a casa, y yo habitualmente le esperaba antes de irme al colegio porque, como coincidíamos en el horario, yo le daba un beso y las buenas tardes antes de irme a clase. Pero ese día mi padre no llegaba así que retrocedí un par de calles -porque yo sabía su itinerario habitual- y cuando me fui acercando hacia una esquina cercana a casa vi que había un corro con mucha gente, vi ambulancias, vi a la Policía Nacional y no entendí lo que pasaba. Simplemente miraba por encima de las cabezas de todo el mundo -la gente miraba hacia el suelo- buscando a mi padre. Mi padre iba siempre con dos escoltas. También los buscaba a ellos, pero no los encontraba. Y no sé cómo, no lo recuerdo bien, llegué hasta el centro del círculo que formaba la gente y es entonces cuando vi lo que miraban los demás. Era a mi padre que estaba tumbado en el suelo, sangrando. En ese momento fui consciente de lo que acababa de pasar: mi padre acababa de tener un atentado". La joven sufrió una aguda crisis nerviosa y hubo de ser trasladada a la residencia de la Seguridad Social Nuestra Señora de Aránzazu.
La otra hija de Enrique, Cristina, de 20 años, era estudiante de Periodismo en Lejona. El día del asesinato de su padre se encontraba en el domicilio familiar en San Sebastián porque había ido a celebrar su cumpleaños en familia. Ajena a lo sucedido, recibió una llamada telefónica de un comunicante anónimo, que se limitó a decirle "baja deprisa que a tu padre le ha pasado algo", y colgó el aparato. La muchacha, presa de una enorme excitación, bajó a la calle cuando las ambulancias habían recogido ya a los heridos.
Recientemente, Cristina revivió para El Mundo (12/12/2010) cómo vivió todo aquello. Tras la llamada telefónica anónima, Cristina bajó a la calle y ambas hermanas se cruzaron, pero no llegaron a verse. "Cuando llegué sólo estaban sus restos de sangre". Al llegar la noche, se acostó con su hermana pequeña y le dijo: "Tranquila, nadie te va a hacer daño nunca, yo te voy a cuidar, Irene". Y así lo recuerda la propia Irene en Olvidados: "Maduramos a marchas aceleradas en esa etapa. Reconozco que sin el apoyo de mi hermana no sé lo que habría hecho".
Cristina se convierte, prácticamente, en cabeza de familia. Su madre cayó en una depresión que aún dura. En la pensión de viudedad ponía que Enrique había muerto de "accidente laboral". Hasta 1992 su madre no empezó a percibir una pensión extraordinaria como víctima del terrorismo. Un mes después del asesinato de su padre, Cristina entró a trabajar en Telefónica. "Entré como zombi allí" sigue contando para El Mundo. "Se me dijo que la información del comando terrorista que lo mató vino de dentro de la compañía... Con lo que yo veía terroristas por todas partes".
Irene también rememora en Olvidados la primera manifestación: "Recuerdo con orgullo que, en una época en la que no había apenas manifestaciones ni la gente salía a la calle a protestar como ahora, espontáneamente, los compañeros de mi padre en Telefónica hicieron una manifestación. A los dos o tres días de enterrar a mi padre yo estaba en casa, oí ruido en la calle, me asomé al balcón y vi a los compañeros de mi padre con una pancarta improvisada protestando por su asesinato. Bajé corriendo y me uní a ellos".
Pero el despertar se produce en torno a 1986. Cristina, cuenta en El Mundo, ve una pintada de "Gora ETA" en un pasillo de la facultad. Tras comprobar que no había nadie, escribió con rabia debajo: "Y si matan a tu padre, ¿qué?". A los pocos días, vio de lejos que alguien había respondido. Se acercó esperanzada, pero la respuesta escrita debajo de la suya era "algo habrá hecho". Cristina no estaba dispuesta a callar ni un minuto más: "A mí no me daba la gana decir que mi padre había muerto en accidente de tráfico". Así que "como era más fuerte la indignación que el miedo", decide pasar a la acción dando un paso al frente y monta un pequeño grupo que se autodenominó Asociación por la Paz. "Eran 24 inconscientes".
Así lo cuenta su hermana Irene: "Llegamos a 1986. [...] mi hermana consigue poner en marcha un grupo por la paz y el 8 de mayo, tras un atentado contra un policía en Vizcaya, decidimos que ya no queríamos estar callados y que había que salir a la calle [...]. En la primera concentración estábamos unas pocas personas detrás de la pancarta. Entre ellas, todo un colectivo de mujeres de policías nacionales con muchísimo miedo en el cuerpo agarrando también la pancarta porque eran conscientes de que los siguientes podían ser sus maridos, y había que hacer algo. En la pancarta ponía: ‘Dilo con tu silencio’. Algo así. Era una pancarta chapucera porque no teníamos dinero. Mi hermana y yo la hicimos en el pasillo de casa, con brochas, sin ninguna habilidad [...].Mucha gente comenzó a unirse a las concentraciones, algo que le resultaba insoportable al mundo radical y que le llevó a enfrentarse con nosotros en las denominadas "contramanifestaciones", mientras nosotros estábamos en silencio con la pancarta, con los lazos azules, exigiendo la libertad de los secuestrados, que no se matara a nadie más y que se acabara el terrorismo de una vez, ellos estaban a un metro de distancia con sus carteles de los presos gritándonos, tirándonos piedras e intimidándonos sin límites".
En el Epílogo de Olvidados, escribe Cristina: "Hoy las víctimas no están solas y pueden hablar, se les reconoce su sacrificio y su entereza. Corremos el riesgo de que su legado y sus reclamaciones obvias no sean tenidas en cuenta en un supuesto final y que se pueda traicionar el significado, también político, de tanto dolor. Quiero creer, y trabajamos por ello, que el final será el de la derrota política, social e institucional del terrorismo, por pedagogía democrática, por homenaje a todas las víctimas del terrorismo".
Tras el asesinato de Enrique, militantes socialistas anunciaron que trabajarían durante la noche para preparar decenas de miles de octavillas, que al día siguiente fueron distribuidas por toda Guipúzcoa, en las que se reproducían unas frases del teólogo alemán Martin Niemöller, sobre las que circulan muchas versiones y han sido erróneamente atribuidas a Bertolt Brecht: "Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar".
En 1985 la Audiencia Nacional condenó a Francisco Javier Taberna Arruti, Antonio Angulo Sagarzazu y a Ramón Agra Alonso por el asesinato de Enrique Cuesta y Antonio Gómez. Agra Alonso fue asesinado en septiembre de 1990 durante un permiso penitenciario, pues disfrutaba de régimen abierto en la prisión provincial de Málaga, después de acogerse en septiembre de 1987 a las medidas de reinserción del Gobierno. Desde que se reinsertó regentaba un bar en Fuengirola. La Policía barajó desde un principio dos hipótesis: la de la delincuencia común relacionada con el tráfico de drogas y la de una venganza de la banda terrorista.
Otro de los asesinos de Enrique y Antonio es Juan Antonio Zurutuza Sarasola, alias Capullo. Este etarra huyó a Francia y posteriormente fue extraditado a Venezuela. Después volvió a Francia, donde se caso con una rica empresaria de Hendaya, adquiriendo así la doble nacionalidad. Sus crímenes han ido prescribiendo pero, por suerte, fue detenido en febrero de 2004 por la Policía francesa por dar cobertura económica a ETA desde su puesto de gerente de la empresa Olabe Distribución, que se dedica a la distribución de productos españoles y peruanos en Francia. Ya había sido detenido por el mismo motivo en 2002, pero en aquella ocasión la Policía francesa le dejó en libertad. Al tener doble nacionalidad, las dificultades para extraditarlo a España eran enormes. Sin embargo, esta llegaría en diciembre de 2007. Este caso marca un hito en la cooperación antiterrorista de Francia con España, siendo la primera vez que las autoridades de París conceden la entrega de un ciudadano francés, rectificando, también por primera vez, una anterior negativa en aplicar los criterios de prescripción españoles. Extraditado a España, fue condenado por este atentado en abril de 2010 a 46 años. Posteriormente, en febrero de 2011, el Tribunal Supremo rechazó el recurso del etarra, que alegaba prescripción del delito. Según la sentencia de la Audiencia Nacional, Zurutuza Sarasola y Francisco Javier Taberna Arruti (también fallecido) robaron el vehículo con el que fueron a San Sebastián, donde les esperaba Agra a bordo de otro vehículo preparado para la huída. Fue Capullo el que realizó los disparos que acabaron con la vida de Enrique y Antonio.
Enrique Cuesta Jiménez, de 54 años, era natural de Logroño, adonde fueron trasladados al día siguiente del atentado sus restos mortales. Estaba casado y tenía dos hijas, Irene, de 14 años, y Cristina, de 20.
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Es fundamental recordar y honrar a todas las personas que perdieron la vida o resultaron afectadas por los actos violentos perpetrados por ETA. Cada una de estas víctimas merece nuestro respeto y solidaridad.